La tetera estalla. Estudiantes y policías en Parliament Square.
10. 11. 2010 – Yaiza Hernández Velázquez
Esta mañana los periódicos británicos han sido unánimes en su fotografía de portada. Una imagen borrosa à la Richard Hamilton que nos muestra al dúo de Carlos y Camila con cara de espanto cuando su Rolls era asaltados por un grupo de plebeyos de camino a la Royal Variety Performance. Los comentarios de la policía mencionan, como quien se deja caer, que su majestad nunca estuvo en peligro ya que habían “agentes armados que velaban por su seguridad”. Un tirón de orejas cortesía del Territorial Support Group, por si a alguien se le volviera a ocurrir meterse con la chapa y pintura del parque móvil monárquico. Otras imágenes, de mobiliario urbano en llamas, de estatuas de padres de la patria pintarrajeadas y demás actos de “vandalismo y violencia desaforada” en Parliament Square han dado color a los desayunos nacionales.
Sin embargo, para algunos de los que estuvimos allí anoche, fue otro de los titulares el que hizo que se nos atragantaran los cornflakes. Alfie Meadows, nuestro compañero de pocos kilos, veinte años y aspecto de algunos menos, había acabado en el hospital con una hemorragia cerebral, al borde de la muerte, minutos después de que lo dejáramos a eso de las 9 de la noche, tratando –igual que la mayoría de los que estábamos allí– de salir de la zona de acorralamiento policial. Cameron ha prometido que los responsables del “ataque” al Rolls real “se someterán a toda la fuerza de la ley”. Aún estamos a la espera de que se pronuncie respecto al muchísimo más valioso cerebro de Alfie.
Es un viejo cliché, nos acusamos mutuamente de ser vándalos y bestias pardas, forma parte de la misma tradición que el toma y daca con las cifras de asistentes. Pero las tácticas policiales de ayer en Parliament Square fueron más allá de la tradición deviniendo radicalmente vanguardistas. Lo que aquí se llama meter en una “tetera” (kettling) a los manifestantes, acorralarlos durante horas para que vayan perdiendo su metafórica presión, se cansen, abandonen la voluntad de vivir o –más predeciblemente– pasen del malestar a la rabia incontenible, era una táctica que al menos putativamente debía reservarse para los más selectos manifestantes, esas fantasmáticas “minorías anarquistas” que pueblan siempre los periódicos del día después, ataviadas con pasamontañas en rostro y piedra en mano (la comisaria Julia Pendry seguía anoche tratando de vender esta idea de la tetera como medida selectiva y “último recurso”)
Pero a juzgar por lo sucedido en las últimas semanas, la policía metropolitana ha decidido democratizar el kettling. Se ha lanzado a encerrar a todo el mundo: niños, viejos, señoras respetables de mediana edad como una servidora, profesores, catedráticos y becarios, usuarios de sillas de ruedas, periodistas, turistas despistados… y hasta en algunos momentos en que se hicieron la proverbial un lío, a ellos mismos. Y es que esto del acorralamiento es lo que tiene, que si te pones a ver a quien encierras y a quien no encierras, pues ya se te complica todo mucho y al final no encierras a nadie. En realidad la táctica siempre ha sido indiscriminada, sólo que ahora la policía lo asume sin que importe el qué dirán.
Sus razones tienen. El pasado marzo la Metropolitan Police Authority publicó un informe sobre las manifestaciones del G-20 en 2009. Entonces también se utilizaron técnicas de acorralamiento y fue durante una de ellas que el vendedor de periódicos Ian Tomlinson falleció minutos después de haber sido golpeado por la policía sin que nadie haya todavía pagado por ello. En dicho informe se incluyen una serie de recomendaciones a cual más biensonante: “facilitar la protesta pacífica”, “buscar el diálogo con los manifestantes de antemano”, “no dar sorpresas”, “tener un plan para dejar salir a las personas vulnerables, estresadas o acorraladas por accidente”, “facilitar información sobre la duración estimada, las vías de salida y las razones que justifican el acorralamiento” e incluso formar a los agentes en el uso de escudos y porras de acuerdo con una valoración médica (presumiblemente, dar en la cabeza sería un no-no). Desgraciadamente el informe llegaba tarde, porque ya en 2007 el Tribunal Supremo británico había decidido desestimar el caso de dos personas (una manifestante y un señor que pasaba por allí) que fueron acorraladas durante más de siete horas en Oxford Street a raíz de las protestas de May Day en 2001, dando carta blanca a la policía para utilizar la táctica de la tetera siempre que se considere “razonable”, palabra ésta de extrema flexibilidad. El pasado día 24 ya resultó evidente que lo que le parecía razonable a la Metropolitan era dar muchas gracias por las recomendaciones recibidas, imprimirlas en papel cuché y proceder rápidamente a ignorar todas y cada una de ellas.
Creo que no es necesario ser muy explícita respecto a qué se siente siendo acorralada en una plaza pública hasta ya bien caída la noche, a menos 4º C. de temperatura (he ahí la evidente necesidad de quemar parte del mobiliario), sin acceso a comida, bebida, ni retretes. Así y todo, voy a serlo. Yo tuve la suerte de pasar la velada junto a amigos listísimos, divertidísimos y capaces de hacer que aquello pareciera una noche cualquiera solo que excepcionalmente sobria. Muchas personas estaban solas y visiblemente aterradas. Después de haber tratado en vano de salir siguiendo las indicaciones de la policía (que nos mandó repetidamente a la salida de Whitehall donde se estaban dando las confrontaciones más violentas entre policía montada y manifestantes), formamos una muy británica y larguísima cola que apuntaba en la dirección opuesta. Tras una interminable espera conseguimos salir de uno en uno, después de ser filmados e infructuosamente interrogados. A las nueve y pico de la noche yo ya estaba poniendo remedio a mi sobriedad en un pub cercano, pero algunos no tuvieron la misma suerte. Los últimos protestantes fueron conducidos hacia el puente de Westminster, donde se vivieron verdaderas escenas de pánico y claustrofobia. Hasta las once y media de la noche permanecieron acorralados entre el viento glacial del Támesis y la línea policial. Muchos de los protestantes no alcanzaban la mayoría de edad.
No me cabe la menor duda de que gran parte de la violencia que se generó en Parliament Square fue un resultado directo del acorralamiento policial. La gran mayoría de los que estábamos allí simplemente queríamos llegar a casa y hacernos un te. Todos sabíamos que las posibilidades de que el parlamento votara en contra de la subida de tasas (era todo lo que se votaba ayer) eran remotas. El movimiento universitario de Gran Bretaña hoy no responde al modelo ye-yé de estudiantes contra profesores. Ni siquiera al de estudiantes contra policías, una de las cosas que más se gritó ayer fue “también estamos luchando por ti” o “también estamos luchando por tus hijos”. En cuanto que trabajadores del sector público, la policía no es inmune a las “medidas de austeridad”. Al igual que ha sucedido en España en relación a Bolonia, los estudiantes se han aliado con sus profesores, con otras trabajadoras de la universidad (limpiadoras, cocineras, camareras, administrativas, etc.) y –más allá de ésta– con otros colectivos que van a sufrir desproporcionadamente los ajustes de la coalición (personas con minusvalías, receptoras del subsidio a la vivienda, etc.). Nos hemos leído una cantidad inusitada de informes y letra pequeña, sabemos que la cosa pinta mal y, desde luego, sabemos que esto va para largo. Lo de conservar la energía se ha convertido en consigna.
Por supuesto, no se me ocurriría ser tan miope como para afirmar que nadie allí estaba buscando una batalla con la policía. Como toda manifestación que se precie, contábamos con el número requerido de psicópatas-entusiastas a los que la vida ha hecho desarrollar un apego inusitado por darse de ostias con gente claramente mejor cualificada que ellos para dicha tarea. Pero el acorralamiento tiene un efecto perverso sobre todas las demás personas. Tras horas de pasar un frío que no sabías que existía fuera de Leningrado, de morirte de hambre, de racionar el agua de un compañero con un gesto que resulta tan sensato como ridículo, de hacer un número uno tras una estatua cualquiera enseñando las vergüenzas y de hacer como que no te das cuenta de que quizás vas a necesitar pronto un número dos, llega un momento en que te preguntas si no estarán buscando refuerzos en las filas piscopáticas. Cuando llevas todo el día tratando de apelar a tu lado más respetable para establecer un diálogo con una fuerza policial que la mitad de las veces no te mira a los ojos y la otra mitad se ríe de ti, llega un momento en que –de perdidos al río– deseas irte a cargar contra ellos y sus caballos. Hasta las mejores teteras tienen un límite de presión, la policía parecía querer hacernos estallar.
Cuando finalmente conseguí salir exhausta del cerco policial, un policía me increpó sin razón aparente. Tenía aspecto de estar disfrutando de aquello más de lo que se explicaba por su paga de horas extras: “Qué ¿has pasado un buen día?, ¿se lo recomendarías a tus amigos?”. La kettle no es una medida selectiva, ni mucho menos un último recurso. La kettle participa de la lógica de la guerra de anticipación. Ustedes no serán multitudes tumultuosas todavía, pero lo son en potencia y vamos a demostrárselo. Puede, además, que ustedes vengan a manifestarse de forma pacífica, se lo pasen divinamente y se les ocurra traer más gente la próxima vez. Pues no. Lo de manifestarse pacíficamente se ha acabado en este país, no vaya a ser que le cojan el gusto ahora que van a haber tantísimas cosas por las que protestar. A partir de este momento manifestarse significará asumir que es bien probable que acabes acorralada y defecando en público ocho horas después de salir a la calle, aceptar que –como le sucedió a Alfie– te pueden pasar cosas mucho peores. La medida desde luego es efectiva, se necesita un cierto nivel de masoquismo para pasar dos veces por una tetera. Frente a las 50,000 personas que se manifestaron el 10 de noviembre, ayer éramos poco más de 30,000. Richard Seymour señalaba hoy la pertinencia de centrarse en otras formas de protesta: ocupaciones, teach-ins, sentadas colectivas, etc. Suena mucho más llevadero, una tiene su edad y el invierno promete ser muy largo. Pero habida cuenta del hábito que este gobierno está desarrollando de reconvertir los derechos en privilegios, diría que nos conviene seguir marchando. Y, por supuesto, recomendárselo a nuestros amigos. Aunque quizás sea mejor contarles que se trata de un flash-mob.