Me invitaron a escuchar los planes de la política cultural del país. Seguían hablando de «dotar» mejor a los teatros, de construir nuevas salas, de reformar viejos equipamientos, etc. Había estado por varios pueblos de Catalunya y me había hartado de ver grandes edificios recién inaugurados sin ninguna actividad. Sin ir más lejos, en el teatro de la Sènia -que tiene una bella columna en mitad del escenario, por cortesía del arquitecto- sólo ensayaba la banda municipal los jueves por la noche y, en fiestas, se hacía alguna representación. Pregunté a los representantes políticos por qué no invertían más en actividad y menos en arquitectura. La respuesta enfurecida «¡para tener buena cultura hacen falta buenos equipamientos!» me dejó atónito, como si tras más de 25 años de democracia no se hubiera construido ya todo lo construible. Al salir de la reunión un tipo más listo que yo me contó que lo que se puede «vender» a la ciudadanía son los edificios, lo que se haga en ellos es apenas visible y no vende. No poder decir las cosas así de claras debía ser lo que había enfurecido a Ferran Mascarell para responder de esa manera.

Ayer  (07/01/09) había un artículo de Catalina Serra que hablaba de todo ello en El País. Se titula Obras:

Aún vivimos en la cultura del tocho. Y no me refiero sólo a la industria inmobiliaria, omnipresente aún pese a la crisis. No. Me refiero a la «cultura» del tocho. A esta sensación de que para poner en marcha cualquier proyecto cultural hace falta siempre hacer obras. De hecho, algunas veces las obras acaban convirtiéndose en el único proyecto cultural.

Algo de esto ha pasado en el Palau de la Música, en donde las obras, de ampliación o de reforma, han sido durante años el principal activo cultural de la institución, la razón de su prestigio. Es verdad que el edificio es extraordinario y su recuperación ha coincidido con la revalorización de la arquitectura modernista, en estos momentos la gran baza turística de Barcelona, pero incluso sin el saqueo de Fèlix Millet no parece justificada tanta desproporción entre lo que se ha invertido en el tocho y, vistas las muchas críticas que a estas deshoras tiene su programación musical, lo destinado a las corcheas.

Y no es sólo el Palau. Cada vez que ha habido un nuevo proyecto para el Centro de Arte Santa Mónica la decisión más urgente e inmediata ha consistido en hacer obras de reforma. Si se decide hacer un museo del diseño, antes que nada se diseña un macroedificio. Para ayudar a los artistas emergentes lo primero que se piensa es en recuperar edificios, en los que hay que hacer obras, para instalar allí «fábricas de creación». Incluso los centros «acabados», como el Auditori, el CCCB o el MNAC, por citar algunos, siempre tienen pendiente alguna obra…

Es como una epidemia. Llevamos décadas invirtiendo grandes cantidades de dinero público en hacer obras que se suponen imprescindibles para poder ofrecer cultura de calidad. El problema es que cuando llega el momento de invertir en la cantera, de plantear programas ambiciosos, de gastarse los cuartos en grandes producciones, en formación, en investigación o en compras, ah!, entonces se acabó el dinero. O las ideas. O tal vez la cultura no da para más… O lo único que interesa de la cultura es que es una excelente excusa para hacer obras y dejar así para más tarde la función principal.

En fin, Maragall tal vez no lo recuerde, pero hace ya tres lustros dijo que había llegado el momento de farçir el gall. Pensábamos que de piñones. Y no, se ve que era de tochos.