Masani Inaba, un periodista tokiota, me pregunta si Domini Públic (DP) podría emparentarse con el trabajo de Augusto Boal. Me doy cuenta de que apenas sé nada del Teatro del Oprimido. Que alguien me corrija si me equivoco, Augusto Boal hacía teatro con colectivos desfavorecidos y perseguía la toma de conciencia y emancipación de los participantes y del público a través del teatro. No sé qué responder al periodista japonés. Apenas deja unos segundos de silencio y me pregunta si DP se emparenta quizás con la obra de Santiago Sierra. Suelto una carcajada. El periodista quiere saber a qué tradición debería adscribirse DP. Contesto que, a diferencia del lugar en el que nos colocan muchos festivales, DP es un espectáculo teatral y, de hecho, gran parte del texto hace referencia al sentido que debiera tener el teatro. Por lo tanto, aunque conozca mejor la obra de Sierra, me inclino por pensar que, salvando la enorme distancia, DP se debe al Teatro del Oprimido.

De todas maneras, me gusta que el periodista meta en el mismo saco a Boal y a Sierra. Ambos usan la representación como herramienta para devolverle al mundo una imagen. La diferencia fundamental es que si bien Boal mantiene la esperanza de transformar al intérprete a través de la práctica artística, Sierra renuncia a esa dimensión. Para Sierra el trabajo es tiempo vacío y el tiempo vacío se paga con dinero. Los intérpretes de Sierra no se emanciparán a través del trabajo realizado para la obra sino que reproducirán hasta el absurdo la inutilidad de todo trabajo y la perversa ecuación que convierte plusvalía en beneficio (del empresario o artista). Sierra reproduce en su obra las condiciones de explotación de los colectivos desfavorecidos explotándolos de nuevo; Boal toma más distancia y, si bien reproduce las condiciones de explotación sobre el escenario, no las repite en la organización del trabajo teatral.

DP se emparenta con el trabajo de Boal porque se define y reinvindica como teatro y lo hace desde una perspectiva en la que el espectador pasa a ocupar el escenario. Sin embargo, ya no atesora la voluntad emancipatoria del teatrero brasileño sino que reproduce sin modificarlas algunas estrategias de la vida en comunidad. DP enfrenta al espectador a su identidad en el colectivo.

Rancière cita en un famoso libro un cartel que encontró en una universidad alemana: «El teatro sigue siendo el único lugar de confrontación del público consigo mismo como colectivo». Es una frase que me ha acompañado en los últimos meses de esta gira de DP que ya lleva más de 2 años, y que decidí escribir en lo alto de la web para no olvidarla. Al ver al público de DP con los auriculares agrupándose una y otra vez en respuesta a las más diversas preguntas que el espectáculo hace a los espectadores, pienso que DP no deja de preguntar al público ¿qué es lo que decimos cuando decimos “nosotros”? Antoni Marí sacaba un artículo en el Culturas de La Vanguardia titulado Ficciones de la identidad. Al principio lo leí divertido pensando que sus juguetonas maneras de interpretar la identidad como cúmulo de máscaras tenía mucho que ver con DP. Al releerlo para escribir este post me asaltó una siniestra duda: ¿el cúmulo de identidades que barajamos diariamente no es acaso una poderosa estrategia de desmovilización social? ¿la multiplicidad de roles con la que nos identificamos no desarticula toda posibilidad de conciencia de clase, de género, de raza?

Antes de terminar la entrevista en la Jiyu Gakuen (la escuela de espíritu libre que construyera F.Lloyd Wright en Tokio), el periodista me pregunta por una definición de “público”. Echo mano de una definición de Beckett que le leí una vez a Victor Molina: “El público es el monstruo de los mil culos”. Lo que me hace pensar en que probablemente la voluntad emancipatoria de Boal y Sierra sea la misma. Los dos intentan que el público levante el culo del asiento. Sólo que Boal pensó que la pedagogía podía ser una buena forma de llevar al público más allá de sus asientos y Sierra debió recordar al Machado que afirmaba “un pedagogo había: Herodes se llamaba”, y asume que no hay más pedagogía que la violencia.