(english version below) Se puede creer que la peripecia del público, y de cada uno de sus anónimos protagonistas, reproduce dócilmente las vicisitudes del drama representado. Que, como en el drama, la vida se desarrolla linealmente entre un inicio y un fin marcados ambos por decreto y convención. Que, igual que en el drama, la vida obedece a una geometría “escrita” de catástrofes y revelaciones; que en suma el drama “vivido” es para todos y cada uno de los espectadores una copia exacta del drama “visto”. La verdad es que, existencialmente, la vivencia del espectador no es ni evolutiva ni resolutiva: se parece más bien a un “descenso”, una tortuosa catábasis que nos halla cada vez más solos, más huérfanos de sentido, y cuyo camino es acaracolado como un punto interrogativo. Como esa inmensa espiral trazada encima del asfalto que en el escenario barcelonés de Dominio Público (una plaza a la que tiempo atrás se quiso amenizar con dicha espiral) parecía burlarse de todas las simetrías planteadas por la pieza a daño (o a favor) de un público literalmente cómplice (es decir doblegado, involucrado en la “complicación” de la obra).
Una espiral que es la figura de todo descenso, de toda regresión, el útero que incuba cualquier espacio, la pregunta que atesora todas las respuestas. Arrojado por el impersonalismo de las preguntas y el personalismo de cada respuesta en una aventura cartesiana (hecha de derechas e izquierdas, amigos y enemigos, distancias y cercanías), en un teatro “diferencial” de la re-acción, el público catalán perdía conciencia de haber estado todo el rato jugando a “dividirse” sobre el abismo indiviso e “indiferencial” de una enorme espiral, turbulenta sugerencia de la negación de todo inicio y de todo fin.
Una espiral que es la forma de cualquier tablero de juego (de la oca a la peonza). Y jocoso es también el paradigma de Dominio Público. No sólo por el gusto desconstructivista de sustituir el espectáculo de antaño por el protocolo postmoderno de un “dispositivo” abierto, sino porque es en el juego donde cada uno experimenta desde niño la ambivalencia profunda del concepto de “destino”. Es en la interacción entre regla, reacción, respuesta y azar donde se configura, a través de todo juego, la “fatalidad vivida” del jugador, que no es el hacerse caótico de una biografía sin rumbo, sino el incierto hilvanarse de esa historia dentro de un contexto asignado e implacable. Ignoramos cómo acabará y sin embargo sabemos que acabará. El suspense peculiar del juego no es distinto del que, en cualquier película policíaca, nos hace morbosamente seguros de que habrá asesinato y de que el asesino será desenmascarado; o del que, en la historia, deja prever la eventualidad de muchas víctimas y de algunos verdugos, pero no dice en qué bando luchará uno. El juego es por lo tanto un verdadero “destete del ser”, en el que todos falseamos un destino que, sin ser de otro, no deja de ser maravillosamente no nuestro (avatar, personaje, peón, muñeco). Víctimas de una regla auto-infligida o aceptada, cuya única función es arrastrarnos desde el dominio alentador de las preguntas que sabemos responder al de las preguntas que no quisiéramos contestar, para abandonarnos al fin al mareo de esas preguntas que ni admiten ni esperan respuesta.
Si cada aserción del drama se convierte, en la mente de quien observa, en un interrogante, el público de Dominio Público está todo el tiempo “viviendo la respuesta” y “escuchando la pregunta”: experimentando de alguna forma un esencial retraso de la imagen sobre el imaginario, que es también un retraso de la vida sobre el destino. Cabe, en este ambiguo “jugarse a la vida y a la muerte” algo de un proceso iniciático enmascarado. No es casual que, a lo largo de toda la parábola, la música que “interpela” las esperas del público resulte ser la de La Flauta Mágica mozartiana: la fábula de iniciación más engañosamente jocosa, la más subrepticia de la historia y, a su vez, la crónica de un descenso.
Sin duda el experimento de Stanford (donde durante un tiempo la simulación carcelaria supo convertir en temibles verdugos -o en víctimas designadas – a un puñado de cándidos estudiantes universitarios) representa una de las fuentes poéticas del proyecto. Aún así, Dominio Público no habla de la fuerza de la identificación, de nuestra disponibilidad por interiorizar la pantomima de la víctima y el tirano. Habla de una disponibilidad nuestra no menos crucial existencialmente, la de ejecutar la pantomima aunque pueda parecernos por momentos ridícula, y ejecutarla con la crédula incredulidad del juego (y del teatro). Porque el secreto de la historia no reside en la verdadera convicción, sino en la capacidad que la praxis ejecutiva, la acción pura e irreflexiva posee de engendrar falsas convicciones y respuestas incorrectas que parecen justas. Si se lee éticamente, el mismo juego al que todos se entregan con placer, esgrime por antonomasia un único triunfador y una mayoría silenciosa de “perdedores”, antihéroes condenados a preguntarse en qué se equivocaron. El público teatral es en muchos aspectos la vivencia metafórica de esa derrota, de esta pregunta abierta. Es el testimonio de cómo una simulación consigue otorgar a la vida el privilegio algo amargo de saberse derrotada, y de cómo su derrota fundamental es la obligación de continuar allí donde la pieza finaliza, con reglas menos claras, preguntas más ambiguas, catástrofes más silenciosas, respuestas más inciertas y una oscura (pero también alegre) conciencia de que este juego empezó antes de que empezáramos, y no acaba donde acabamos.
Roberto Fratini, Profesor de Teoría de la Danza (Universidad de Pisa e Institut del Teatre de Barcelona) y Metodología Crítica (Universidad de Aquila)
One might think that the events experienced by audience members in real life faithfully reproduce events on-stage; that, as in a performance, life flows in a straight line from start to finish, fixed by decree and convention, and that life follows a written geometry of catastrophes and revelations — in short, one might think that for the audience, the theatre of life is an exact copy of the drama seen on stage. However, the spectators’ existential experience neither evolves, nor is it in any way resolved: it’s more of a descent, a downward spiral that leaves us increasingly alone and bereft of meaning. This spiral form twists round like a question mark, and the giant spiral on the set of Domini Públic (a square in Barcelona for which a spiral had once been designed) seems to mock all the symmetries set up by the play at the expense of an audience (or for its benefit), an audience that is literally complicit, compelled to play an active role in the development of the play.
The spiral is the figure of every descent and recurrence, the figure of the womb, the question that hoards all the answers. Sent spinning by impersonal questions and personalised answers off into a Cartesian adventure (made up of rights and lefts, friends and enemies, distances and proximities), in a differential theatre of re-action, the Catalan audience forgot that it had gradually been divided up above the undivided and non-differential chasm of an enormous spiral — a vague hint at the negation of every start and finish.
The spiral lies at the heart of games and toys, from The Game of the Goose (the prototype for many European racing board games) to the spinning top. And Domini Públic is also structured as a game, at heart. Not only in its deconstructivist urge to replace traditional performances by the postmodern practice of an open system, but also because games give every child their first taste of the deeply ambivalent concept of “fate”. The interaction between rules, reactions, responses and chance in every game makes up a player’s fate. The player isn’t given up to chaos as in a rudderless biography, but exists in the uncertain stringing together of this story within an assigned, implacable context: we don’t know how it will end, but we know for certain that it will end. The unique feeling of suspense in a game is no different than the sense of anticipation in a detective film as we morbidly await the murder and the subsequent unmasking of the murderer, or the certainty that in our story there will be countless victims and several victimisers, though which side we’ll be on remains an open question. A game is therefore a true distillation of being since we all fake a fate that, although not someone else’s, is still wonderfully not our own (avatar, character, pawn, puppet). We are victims of a self-imposed or self-accepted rule whose only purpose is to drag us away from the comfort of questions we know how to answer to questions we’d rather not answer, and finally to abandon us to the confusion of questions that neither permit nor expect any answer at all.
If in the mind of the viewer every action of the drama becomes a question, the audience in Domini Públic is constantly experiencing the answer and listening to the question: in a sense, it is experiencing a fundamental delay in the images’ impact on the imagination, the same delay that exists between life and fate. It seems as though an initiation process is hidden in this ambiguous situation. It’s no coincidence that throughout the parabola of the performance the music that accompanies the audience comes from Mozart’s The Magic Flute, the most deceptively playful and surreptitious tale in history, and at the same time the chronicle of a downfall.
Without a doubt, the Stanford prison experiment (during which a mock prison environment turned a score of university students into fearsome guards or willing victims) is one of the poetical sources the project draws from. However, Public Domain is not about the power of identification, our ability to interiorise the pantomime of the victim and the tyrant. It is about our no less existentially important ability to perform the pantomime. Even though it might seem ridiculous, we see it through thanks to the willing suspension of disbelief proper to a game (and the theatre). Because the secret of the story lies not in truth, but in the ability of performance itself – pure, unthinking action – to create false beliefs and wrong answers that nevertheless seem right. If read ethically, the same game we all eagerly join in on can be seen to produce a single winner and a silent majority of losers, antiheroes condemned to ask themselves where they went wrong. The theatre audience is in many ways the metaphorical experience of this defeat, this open question. The performance is testimony, on the one hand, to how a simulation manages to grant real life the somewhat bitter privilege of the winner, and, on the other, to how the fundamental defeat implies the obligation to take up where the play ends. After the performance, one has to keep living, with vaguer rules, ambiguous questions, silent catastrophes, uncertain answers and a dark (yet also cheerful) awareness that this game started long before we did and won’t end with us.
Roberto Fratini
Professor of Dance Theory (University of Pisa and Institut del Teatre in Barcelona) and Critical Methodology (University of L’Aquila).