Teatro y juego
El texto dramático tal y como tradicionalmente nos ha llegado, en su formato de publicación sobre papel con su combinación de réplicas y didascalias, más que una narración es un libro de instrucciones con reglas muy precisas. Las palabras de los intérpretes han sido asignadas e incluso se han definido movimientos, silencios y entonaciones. Toda la trama de didascalias es, junto al texto dramático, un pliego de reglas de juego. El autor dramático invita a los actores a jugar un juego en el que aquello que se tiene que decir y hacer ha sido previamente decidido. El director es el valedor de esas reglas y actúa como mediador entre el texto y los intérpretes que se disponen a jugar la partida teatral. Una pieza teatral es pues un juego en el que las reglas ocupan algo más de espacio que las breves hojas que suelen acompañar los juegos de mesa o los reglamentos redactados para el fútbol o el balonmano. En este sentido puede afirmarse que un texto teatral es un pliego de reglas de juego hipertrofiado.
Mi trabajo reflexiona sobre esas Reglas del Juego. Se trata de definir tipologías, grados de libertad, proporciones y objetivos de la Norma. Al contrario de lo que pudiera parecer, no me alejo de la tradición teatral sino que me intereso por uno de sus aspectos fundamentales: la convención.
Si dejamos de lado el contenido de la obra dramática, lo que queda ante nosotros es un conjunto de órdenes por las cuales unos hombres invitan a otros a reproducir unas acciones y unos discursos fijados en un texto. Pero, ¿cuál es la naturaleza de esas órdenes?, ¿qué grado de libertad llevan implícito?, ¿cuál es su objeto? Al responder a estas preguntas estaremos definiendo una tipología teatral.
La tipología teatral se define, antes que por el relato, por el pacto que se establece entre el autor y los intérpretes por un lado y entre el actor y los espectadores por el otro. Ese pacto compromete a las partes pero principalmente al acto teatral. El horizonte de expectativas del espectador se asienta, antes que en los elementos ficcionales de la historia, en ese pacto que llamamos convención.
Este “contrato” entre tres partes define primero una realidad que no puede desligarse de la ficción. La relación que se establece entre todas las personas involucradas en el acto teatral ya es en sí misma una reproducción de la realidad. La diferencia que hay entre un espectáculo de peep-show y una ópera no está tanto en la historia que se representa sino en la frontera que autor, intérprete y espectador han decidido dibujar entre ellos. Es precisamente en ese terreno fronterizo en el que pequeños movimientos permiten a las artes dar luz o ensombrecer espacios de nuestra existencia. La convención es al teatro lo que la organización del trabajo a la fábrica. Ambas son poderosas herramientas de construcción de significados.
Certezas y probabilidades
El hecho teatral puede definirse en función del grado de libertad con que se establece la propia representación. El intérprete prevé lo que está dispuesto a ofrecer al público y éste quiere ser testigo de un acontecimiento “en vivo”, en cierto modo irrepetible. Por un lado está la necesidad de orden, les espectáculos se planean, se ensayan, se preparan para ofrecer al espectador un universo en armonía y, por el otro, está el deseo de desorden del espectador que quiere encontrar vida sobre el escenario con todas sus turbulencias y momentos insospechados. Podría decirse que se trata del tradicional enfrentamiento entre Apolo y Dionisos que esta vez se da en el campo de batalla de la convención.
Interrogarse sobre la mecánica del hecho teatral es intentar reformular la relación que se establece entre autor, intérpretes y espectadores; reformular la tipología de reglas por las que los actores se rigen en el escenario y la relación que éstos establecen con el público. Se trata pues de reflexionar sobre el acto teatral como un acto de gobierno en el que un grupo de personas acepta someterse a unas reglas para alcanzar un mundo distinto que llamamos ficción. Quizás el ideal sería crear organismos teatrales que no necesiten ser gobernados desde el exterior sino que sean auto-reproductivos y auto-organizados. Crear reglas que no impongan significados sino que condicionen realidades. Que el material creativo se articule indirectamente, es decir que las propias reglas generen significados.
Como si fuera un inventor de jaulas, construyo todo aquello que condiciona el comportamiento de los actores y luego los dejo libres allí dentro. Son espacios de libertad acotada, como lo es el juego o la realidad. Asimilo la representación teatral a un juego. Construyo objetos de una sola estructura e infinitas formalizaciones. Como si se tratara de un juego de ajedrez en el que, si bien sólo hay 32 piezas y 64 casillas podemos formalizar infinitas partidas, los espectáculos tienen una estructura determinada y, sin embargo, solo conozco parte de lo que ocurrirá o se dirá sobre el escenario. Las variables que hacen imprevisible el resultado son muy diversas. Desde el principio de indeterminación que nos advierte de que la propia observación de un hecho lo modifica (el “peso” de la mirada del espectador condiciona el comportamiento del intérprete), hasta los inevitables errores o malentendidos que se producen al observar las Reglas de Juego pactadas.
Apenas hay diferencia entre juego y teatro. Como es bien sabido, en idiomas como el inglés o el francés se asimila el hecho de interpretar al verbo jugar. Y, en sentido más amplio, al igual que en la ficción, el fin último del juego es crear la ilusión de un tiempo ordenado que nos haga creer en la necesidad de nuestro devenir. Juego y teatro son una misma cosa aunque el primero ponga el acento en el funcionamiento de la acción y el segundo en su significado. Uno y otro funcionan y significan.
Sólo hay espectáculo si hay desequilibrio
Los intérpretes se someten a unas reglas dadas y a su vez tienen la libertad de hacer en ese contexto lo que crean oportuno. Pero, a diferencia de las jaulas que organizan el espacio y sus recorridos, las reglas de juego organizan el tiempo. La duración de un juego equivale al tiempo que se tarda en pasar de un estado de equilibrio A a otro A’. Entre los estados A y A’ se produce el desequilibrio (>) que las propias reglas del juego activan.
La dramaturgia tradicional también sigue el modelo equilibrio-desequilibrio (A>A’). La ficción suele articularse a través de un conflicto desestabilizador (la llegada del héroe, la irrupción del monstruo, el inicio de un viaje, la presión del paso del tiempo, etc.) que tiende a purgar una situación de equilibrio viciado (A) y que desemboca en un final nuevamente equilibrado y “feliz” (A’). La dramaturgia clásica desarrolla este esquema desde una óptica figurativa. La perspectiva del juego lo hace desde la abstracción, poniendo el acento en el funcionamiento del mecanismo descrito. En el juego esto ocurre en tiempo real, los obstáculos y retos tienen que resolverse en el momento de la acción; de alguna manera reproducen la forma en que nos enfrentamos a las decisiones de la vida cotidiana. Y, sin embargo, no pretenden reproducir nuestras individuales historias. En palabras de Perejaume no se produce una mímesis del mundo sino una mímesis de la técnica del mundo.
En estos juegos teatrales se pasa de una situación de desequilibrio en la que los intérpretes, en principio aislados ante un reto del que no conocen el desarrollo, se sirven de su propia inestabilidad para generar formas de orden. Para que eso ocurra es necesario tiempo para que el proceso se organice de forma autónoma y que las reglas del juego sean iterativas, es decir, que los intérpretes repitan la misma regla. Si se dan estas dos condiciones se pasa del desequilibrio al equilibrio y en este desarrollo se tiende a exhibir una forma.
Tiempo y repetición
El tiempo del espectáculo cobra aquí un sentido específico puesto que deja de ser el hilo en el que se engarza la información, la pauta que nos permite dosificar la información del drama, para pasar a ser el elemento que genera la forma del espectáculo.
Si bien la situación de partida del espectáculo es muy desequilibrada (los intérpretes no saben lo que tienen que hacer y hay delante un público que espera), la forma en la que el tiempo se alía con el juego hace que toda la situación tienda al equilibrio, a un final en reposo. Toda mecánica de juego lleva implícita la idea de que hay que llegar al final en el menor tiempo posible. No sólo se juega contra el adversario –en el caso que lo haya- sino que se juega contra el tiempo. La jugada más apreciada es la que permite llegar al desenlace en el menor tiempo posible. Mientras que en situaciones estables el tiempo tiene un papel secundario, el desequilibrio propiciado por el juego precipita el papel vertebrador del tiempo y éste pasa a ser un personaje más de la acción.
La duración del espectáculo será pues el tiempo necesario para que una misma regla se repita y se formalice. Siguiendo con el símil del juego, diríamos que es necesario haber tirado varias veces los dados para saber a qué juego estamos jugando. Si el juego finalizara después de tentar una sola vez la suerte, la mecánica y por tanto la forma del juego serían invisibles.
El espectáculo está condicionado por una fuerza que da forma y acelera el juego hacia el final y por otra que tiende a suspenderlo en una duración sin límite. Son la necesidad y el azar de Demócrito. El universo sometido a las leyes de la física que, sin embargo, se aliñan con el azar dando así a un desarrollo solo parcialmente previsible. La repetición permite sentir la seguridad de un camino trazado mientras que, al mismo tiempo, la libertad del intérprete nos enfrenta a la posibilidad de que en cualquier momento ocurra cualquier cosa. Este enfrentamiento hace que solo podamos llegar a la conclusión de que el tiempo necesario para llegar al equilibrio es tanto más imprevisible cuanto mayor es el grado de libertad que las reglas de juego permiten.
Dependencia y autonomía
Estos juegos son sistemas auto-organizados. A diferencia de los sistemas hetero-organizados que necesitan de un ente superior que los gobierne, los sistemas auto-organizados permiten modificarse desde el interior para encontrar en el transcurso del tiempo soluciones a los avatares de la acción. La realidad, desprovista de un Dios intervencionista, funcionaría de la misma manera: la materia (protones, electrones y neutrones) junto con la acción de unas fuerzas (leyes de la mecánica y la termodinámica) generarían unas interacciones sin finalidad aparente. Dadas unas condiciones de existencia el proceso es totalmente auto-organizado y genera en sí mismo cambios y evolución. Ilyia Prigogine contaba que el Dios judío creó el mundo actual tras 26 tentativas fracasadas. Tras dejar listo este vigésimo séptimo universo en el que vivimos exclamó “Halway shéyaamod” (con tal que aguante)[1]. Éste sería aproximadamente el sentido del juego, crear las reglas y esperar a que produzca una forma.
Una de las ventajas de este tipo de sistemas es que no tienen apenas espacio para el error. Al no haber un modelo preconcebido toda reacción forma parte del discurso del espectáculo. Lo que sí hay son estrategias fértiles y estériles en cuanto que un tipo de acción tiende a continuar la producción de estructura y la otra lleva la acción a una vía improductiva. La propia situación de desequilibrio, supongamos que los intérpretes se quedan en el escenario sin saber qué hacer, genera acciones que vuelven a poner la estructura en movimiento. Es en el desarrollo mismo de la acción que se tiende a descartar las desviaciones hacia el equilibrio. Que el funcionamiento sea iterativo permite que la propia estructura “aprenda” de sus errores. Al repetirse siempre la misma regla las respuestas tienden a mostrar un orden cada vez más definido y complejo. La reacción de los actores a las reglas de juego es siempre necesaria e inevitable. Si la norma está mal concebida, en lugar de producir una situación de desequilibrio, mantiene a los intérpretes en un equilibrio que no precipita la acción y, por tanto, la forma.
PD: Recorrido personal
Unas reglas de juego en las que el azar forma parte de la acción permiten que los intérpretes modifiquen la forma del espectáculo. El intérprete no ha de reproducir un texto que ha sido previamente creado sino que deberá desarrollar unas mecánicas determinadas. Eso cambia sustancialmente el tipo de entrenamiento que un intérprete debe tener para enfrentarse a su trabajo.
Cuando empecé a hacer teatro mi relación con los actores era bastante caótica. No sabíamos qué íbamos a hacer: ni textos, ni videos, ni ideas previas. Yo proponía las leyes de un juego y jugábamos. De allí salían algunas frases, luego escenas y finalmente el espectáculo, como en 10.000 kg (1998), Àlbum (1999) o Flors (2000). Por eso nunca trabajé con actores “de método” sino con personas que tenían ganas de seguir jugando siendo adultos. (Los juegos más excitantes son aquellos en los que apenas se conocen las reglas, aquellos en los que las reglas se van descubriendo o inventando poco a poco). Al principio las leyes que inventábamos sólo estaban presentes durante los ensayos. No fue hasta Que algú em tapi la boca (2001) que estas dinámicas se convirtieron en la estructura del espectáculo. Poco más tarde empecé a hacer espectáculos con intérpretes no profesionales: inmigrantes indios y pakistaníes en Amnèsia de Fuga (2004), adolescentes en Tot és Perfecte (2005),
taxistas en Rimuski (2006-08) o una amiga transexual en Das paradies experiment (2007). Trabajar con no-actores me obligó a ser más preciso con las reglas. Los no-actores no tenían la misma capacidad de memorizar textos o de moverse inmunes a la mirada del espectador. En esos espectáculos el juego estructuraba la pieza y lo que se decía era aportado en gran parte por los intérpretes. Yo creaba las condiciones para que las personas se expresaran.
En Domini Públic (2008), Pura Coincidència (2009) y La consagración de la primavera (2010) el público es el único intérprete de las reglas del juego. El espectador ya no es testigo de un espectáculo sino que con su presencia encarna la acción y se convierte en parte de la ficción. El espectador usa las reglas del juego y las convierte así en espectáculo.
Epílogo
Para finalizar, quisiera decir que puede resultar ridículo que desde el teatro quiera reproducir la manera en que funciona la realidad pero ¿no es acaso una de las mayores obsesiones del artista reproducir aquello que nos rodea con el único fin de gozarlo y, en ese gozo, entender la realidad? En mi caso, el objetivo no ha sido el de reproducir la realidad sino reproducir los mecanismos de la realidad. He intentado mostrar los mecanismos de la vida en el momento en que se generan, no en su cristalización.
A fin de cuentas, trabajar con intérpretes que no saben lo que ocurrirá durante la representación, que tienen que decidir a cada instante cómo reaccionar y hacia dónde, es reproducir lo que nos ocurrirá al salir de esta sala cuando decidamos qué camino tomar para volver a casa, qué conversación iniciar con un desconocido o cómo imaginar una vida mejor. En cada decisión se rompe la simetría que se establece entre dos opciones. Es en la superación de cada una de estas pequeñas bifurcaciones que se define un nuevo universo. En mi caso el pequeño universo de un espectáculo teatral, en el suyo el de la realidad que poco a poco construyen con sus actos.
Una versión anterior de este texto fue publicada en Utopías de la proximidad en el contexto de la globalización (La creación escénica en Iberoamérica) Coordinado por Óscar Cornago – ARTEA. Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca 2010.
[1] Relatado por Ilya Prigogine en ¿Tan sólo una ilusión?