En el sudeste asiático los elefantes blancos eran animales venerados que el monarca podía regalar para distinguir a un súbdito. El agraciado debía cargar entonces con la costosa manutención del animal que, siendo sagrado, no podía ser vendido, regalado, sacrificado o puesto a trabajar, lo que podía llevar a la ruina a su propietario. En la actualidad se denominan elefantes blancos a esos grandes edificios recién construidos, «regalos deslumbrantes, preciosos, sagrados y que se dice que traen riqueza y prosperidad, pero que no pueden ser puestos en uso».
Adriana Seserin, la singular arquitecta que relata esta historia, en lugar de construir edificios hace proyectos que están a mitad camino entre la arquitectura y el teatro. En su última acción (Una habitación con vistas, 2013) invitó a la coreógrafa Anna Källblad a hacer un espectáculo en uno de esos enormes edificios. Las bailarinas, disfrazadas de edificios blancos, bailan frente a una platea vacía.
Este proyecto, que se realizó el pasado 16 de enero en Suecia, me recuerda a Anarchitekton (2002-04), de Jordi Colomer, otro artista muy cercano al teatro. Anarchitekton era una serie de acciones en las que un intérprete se paseaba frente a edificios singulares con la maqueta de los mismos sobre un mástil.
Tanto en Una habitación con vistas, donde los únicos espectadores estaban en el restaurante con vistas a la sala, como en Anarquitekton, donde los transeúntes eran los ocasionales testigos, la acción realizada es mucho mayor que el público convocado. Puede argumentarse que el público real de ambos proyectos es indirecto, el de los medios de comunicación o el de los museos que reproducen o, como en este blog, hacen mención de los proyectos, pero ese ulterior público no colma la acción en el momento de realizarse. La acción se colma al hacerse al margen del público, como un acto religioso en el que la tentación de la vanidad se diluye al tener a dios como único espectador.
«Els fonaments de la vida eremítica són la penitència i l’oració, el seu ornament és el silenci, la seva guarda el recés i la seva finalitat la unió amb Déu» decía un cartel a la puerta del monasterio mallorquín.
El ornamento del silencio es la clave en las piezas de Adriana y Jordi. No son piezas que convoquen a ningún dios pero ambas se realizan más allá del público (probablemente el más histérico de los dioses). Su razón radica en que el mero hecho de afirmar, incluso cuando nadie está escuchando –o quizás precisamente por eso– es una acción.