Texto de Roberto Fratini sobre La Consagración de la primavera que estrenamos en México DF y Barcelona el pasado mes de Mayo. Imagen de un momento de la coreografía de Pina Bausch de 1975 (foto de Jochen Viehoff)

versión en español:

I remember only the grandious moment
when they suddenly started to sing
as if pre-arranged
A. Schönberg. A survivor fron Warsaw

Seducido por una ecuación letal entre acción y pasión, entre soledad y compartición, entre Eternidad e Instantaneidad, el siglo XX ha perseguido en la performatividad del rito ese mismo acercamiento a la totalidad que la ironía de la Historia se encargaba de derivar infaliblemente en mil reediciones del totalitarismo. Y la ha perseguido como se persigue un sueño, con la obstinación con la que el deseo reemplaza en el sueño a la perplejidad, dejándolo perseguir a su paradoja, porque desearla es la mejor manera de no constatarla. Soñando en el fondo la paradoja de las masacres de la Historia, que es la repetibilidad de lo irrepetible, en la forma catártica de eso que por antonomasia repite dios sabe qué acontecimiento originario e irrepetible. Ésa es la ventaja narcótica del ritual, depositario de una infinita habitabilidad de los orígenes tal como, de manera análoga, el mito lo es de su narrabilidad.

Debe ser por esto, para desenmascarar al astuto onirismo de toda excitación ritual, por lo que la Consagración de Roger Bernat y su equipo comienza, tergiversando su misma fuente, con la alucinación de una extraña identidad entre la mujer yacente del Frühlingsopfer bauschiano y Aurora, la Bella Durmiente del grand ballet de Petipa, en un curioso quiasmo donde quien permanece en vela ante el sacrificio posible de su juventud coincide con quien duerme; allí donde, además, el protocolo vigilante de toda una civilización del ballet y el soñado desenfreno del primer modernismo convergen en una sola manera de yacer. Cuando en el exergo de dos formidables masacres mundiales, Stravinski y Nijinsky señalaron en la violencia ritual un sanguinario punto de transfusión entre danza y modernidad, la participación era imperativa pero todavía metafórica: la arrogante oferta al público parisino de una catarsis vicaria que aquel público hizo menos metafórica y más suya, transformando la sala del Théâtre des Champs Elysées en el escenario de un alboroto bastante generalizado y tan ruidoso como para apagar los fragores de la partitura stravinskiana.

De este modo, la primera y catastrófica Consagración ilustraba la gran malicia perceptiva que subyace bajo el concepto mismo de coreografía: el hecho de que una danza diseñada parezca siempre, ante un público real u ocasionalmente cándido, la conspiración de una pequeña colectividad entregada a los gestos predefinidos de un culto oscuro y potencialmente subversivo; y al enunciar esta nueva religiosidad performativa, dejaba ver su  paradoja: que para que la parroquia laica de los consumidores de modernidad se beneficiase de ella, la comunión mística debía parasitar las formas del discurso crítico y dialéctico, y hacer inevitablemente suyo aquel dogma de participación (nunca se supo si realmente mística o sólo mnésica) que aún hoy caracteriza a esa cosa llamada cultura. Más aún, que la hipnosis mística estaba destinada a declinarse en las formas hipervigilantes de la crítica democrática, incondicional, en eso que, en su momento, se asemejó a una proliferante religión con un metadiscurso de poca monta, con sus mitos y sus ritos, con sus entusiasmos y sus obnubilaciones; con sus ceremonias y sus canonizaciones. Y persiguiéndola constantemente, en la expansión progresiva de sus umbrales de participación, estaba la “carta” de la promesa ritual: un espectador cada vez menos expectante y espectante, cada vez más literalmente “actante”. Dispuesto a sacrificar a su culto (que en este punto es el culto a un yo aporético y colectivo) el objeto mismo de ese culto; para sacrificar en el fondo la obra como acontecimiento extrínseco a sí mismo, y a sí mismo como espectador extrínseco a la obra.

Conspiramos, inspiramos, expiramos –democráticamente. La Postmodernidad es el lugar de esta exacta literalidad; y de un literal y paradójico eclipse del espectáculo en favor de un ritual cuyo único objeto, cuyo único mito es la pura circunstancialidad, la pura coincidentalidad de los espectadores en el lugar y en el tiempo del consumo cultural. En la cima de este encantamiento general parece oportuno, si no urgente, volver a esculpir una cierta turbulencia; a escribirla, tal vez. O volver a denunciar el fondo peligroso de toda confusión entre acción y pasión que es, al fin y al cabo, la semejanza inaudita entre agitación y reacción, el punto de fuga en el que, telescópicamente, sacrificio y homicidio se sobreponen.

No es casual que el referente elegido por Bernat sea la Consagración realizada por Pina Bausch en 1975: la única edición danzada del texto musical stravinskiano que no trataba de transfigurar el alcance violento del libreto de 1913 “deconstruyéndolo” sino que, por el contrario, respetaba punto por punto la mortal trama del original, deconstruyendo en todo caso el prestigio de todos los rituales, y de éste en especial, que se revelaba, siguiendo la exégesis de R. Girard, como un inaceptable caso de unanimidad violenta y, a fin de cuentas, un asesinato.

Desmitificada, desmistificada, la Consagración de Pina Bausch sugería una despiadada irrupción de la realidad, de la mortalidad, de la falibilidad en los protocolos de la coreografía, que preludiaba todo el Tanztheater de los años 80 como un desenmascaramiento del ritual coreográfico. Bajo  muchos aspectos, es precisamente en el signo de esta mortal ineficiencia del cuerpo respecto a los mandatos de un rito llamado danza donde se agota la Consagración de Pina Bausch (con la muerte de la Elegida) y comienza el experimento de paráfrasis actuada de Roger Bernat (con la danza voluntariosa de un cuerpo fatalmente ineficiente que es el del espectador). Porque el crimen de la postmodernidad participativa es de otro signo: la constatación de que la deflación de la experiencia (la hiperexperiencia, el mundo como interactividad absoluta) ha terminado por eliminar toda discriminación entre realidad e ilusión. En el contexto del espectáculo participativo, la irrupción del espectador produce un efecto análogo. Llamado en cuerpo y acción a “realizar” la ficción, termina invariablemente por convertir en ficción la realidad. Es el crimen perfecto al que Baudrillard hace referencia con exquisita indolencia. Y es, a su manera, el crimen que convalida, de un modo menos simbólico que literal, un ritual llamado cultura. Crimen mucho más perfecto cuando, lejos de suponer implicaciones violentas, le confiere a la participación un perfil lúdico: autosuficiencia del dispositivo y evanescencia definitiva del referente sacro.

Ahora, el aspecto interesante del sistema participativo llevado a escena por Roger Bernat es precisamente el de consumir la evanescencia del protocolo “cultual” dejándolo en un  comportamiento cultural; el de realizar, en suma, gracias al poder dialéctico de la interlocución, de la instrucción, de la paráfrasis (que es en el fondo la elección de un hipotexto, un “precedente” del ’75) una eufórica reducción del rito en dispositivo.

¿No será el espectador que actúa en el fondo un espectador “actuado” por el dispositivo? ¿A qué apelará el estatuto de su presencia? ¿Al espectáculo incoherente y divertido de la insuficiencia propia y de los demás en una coreografía nunca mostrada sino sólo descrita (para volver a ser en el fondo algo escrito)? ¿A la experiencia mnésica que supone volver a ver al trasluz, en el intervalo que existe entre palabras e imágenes, la coreografía original de Bausch? ¿A la narración/ paráfrasis/ descripción/ instrucción que recibe por los auriculares, que es siempre parcial?

Existe algo extraordinariamente subversivo en el hecho de proponerle al público que viva un ritual mientras que las instrucciones que vehiculan el acontecimiento no son más que la paráfrasis de una coreografía ya existente, una “versión” autorizada y anterior del mismo ritual. Y es precisamente por el hecho de estar ejecutando el ballet del ballet (ya ritualizado por los inciensos de la cultura oficial), de lo que en su momento fue el ballet de un ritual, por lo que el público puede experimentar en directo, en la Consagración de Bernat, una desacralización de la Consagración  que es también la desmitificación de todo mito espontaneísta inspirado en la performance participativa: “juguemos a masacrar la masacre”, que significa, después de todo, que no existe una gran diferencia entre el comportamiento performativo del espectador instruido y activo y la aparente pasividad del espectador que “simplemente recibe instrucciones”. Insisto en el hecho de que, precisamente a causa de esta escritura normativa, la Consagración de Bernat se sitúa en las antípodas de cualquier riesgo totalitario, y lejos de toda sospecha de manipulación. Porque existe un abismo entre “instrucción” y “sugestión”. Existe además un abismo entre este mode d’emploi y la orden a la que aspira el espectador performativo clásico, siempre movido por una invasora docilidad, que es la invencible pasión de actuar.

La experiencia debería habernos enseñado que pocas cosas son tan potencialmente totalitarias como ser uno mismo bajo órdenes. La paradójica paráfrasis ritual que fluye desde la dirección hasta los auriculares de los participantes tiene, sin embargo, la fuerza de una propuesta participativa: algo como un sistema de refrigeración, que obliga a encarnar el rito no ya como un acto cognitivo (todos los ritos lo son), sino como un acto recognitivo (esculpido en muchos órdenes distintos de reconocimiento y agnición: reconocimiento del propio gesto en el gesto de los otros, reconocimiento del gesto bauschiano en el presente de la reproducción –intertextualidad experimentada–). Ni sugestión ni orden ni amnistía de los instintos, sino una descripción modal que puede ser ignorada y, de hecho, es una ocasión para la desobediencia, la discrepancia, la turbulencia del protocolo asignado. Esta soledad, en el fondo, característica solamente de algunas religiones intimistas y de toda ética propiamente dicha, tan enemiga de los grandes aparatos comunitarios, cultuales y rituales, es lo que anula cualquier espiritualidad del consumo cultural, pero también cualquier aspecto lúdico que constituya un fin en sí mismo.

El espectador no actúa simplemente el dispositivo, ni es simplemente actuado por el dispositivo; hace algo más extraordinariamente refinado que todas las ingerencias ápticas celebradas por el teatro reciente; él puede, en todos los sentidos, mimetizarse con el dispositivo, es decir, vivir la experiencia de la semejanza, cuando decide llevar a cabo los comportamientos propuestos de forma verosímil, desaparecer, pasar inobservado; puede fingir no haber escuchado nunca la orden que está recibiendo y que ningún otro sabe que está destinada precisamente a él; o ejecutar la orden que no ha recibido en ningún momento. Puede realizar la disidencia más eficaz, que es ocultar el hecho de haber desobedecido, haciendo que ni siquiera la desobediencia se pueda consumir. Vivir el milagro de la propia ineficacia ritual. Y en cada momento en que “escucha” los gestos que poco después llevará o no a cabo, presentir literalmente su presencia. Y decidirla. Hacer lo que la Elegida de las versiones oficiales no pudo jamás: elegir dejarse danzar por el texto, o limitarse a leerlo. Desaparecer detrás de un sistema de referencia como es la palabra. O desaparecer tras un sistema de referencia como es la semejanza. Salvarse, en cualquier caso. Eclipsarse, tal vez, en el eclipse del acontecimiento. Celarse (el mismo eclipse es un sol, celado por una luna). Y desde su cono de sombra, que es el corazón de las tinieblas, la salvaje soledad imperial del mal intérprete, conspirar finalmente consigo o contra sí. Y conspirando, conspirándose, danzar su propia supervivencia.

Roberto Fratini es profesor de Teoría de la Danza en el Conservatorio Superior de Danza del Institut del Teatre de Barcelona. También ha dado clases en universidades italianas e impartido cursos en centros coreográficos europeos. También ha trabajado como dramaturgo para coreógrafas como Caterina Sagna o Germana Civera.

original en italiano:

I remember only the grandious moment
when they suddenly started to sing
as if pre-arranged
A. Schönberg. A survivor fron Warsaw

Sedotto da una micidiale equazione tra azione e passione, tra solitudine e condivisione, tra Eternità e Istantaneità, il ‘900 ha inseguito nella performatività del rito  quella stessa approssimazione alla totalità che l’ironia della Storia si occupava di derivare infallibilmente in mille riedizioni di totalitarismo. La ha inseguito come in sogno, con la pervicacia con cui il desiderio rimpiazza in sogno la perplessità, lasciandone inseguire il paradosso, perché desiderarlo è la miglior maniera di non constatarlo. Sognando in fondo il paradosso dei massacri della Storia, che è la ripetibilità dell’irripetibile, nella forma catartica di ciò che per antonomasia sta a ripetere dio sa che evento originario e irripetibile: questo il vantaggio narcotico del rituale, depositario di un’infinita agibilità delle origini in misura analoga a come il mito lo è della loro narrabilità. Dev’essere per questo, per smascherare l’astuto onirismo di ogni eccitazione rituale che la Sagra di Roger Bernat inizia, tergiversando la sua stessa fonte, con l’allucinazione di una strana identità tra la donna giacente del Frühlingsopfer bauschano, e Aurora, la Bella Addormentata del grand ballet di Petipa, in un curioso chiasmo, dove chi veglia sul sacrificio possibile della sua giovinezza coincide con chi ci dorme sopra; dove, altresí, il protocollo vigile di tutta una civiltà del balletto e la sfrenatezza sognata di tutto il primo modernismo convergono in una sola forma del giacere. Quando, in exergo a due formidabili massacri mondiali, Strawinsky e Nijinsky additarono nella violenza rituale un sanguinoso punto di trasfusione tra danza e modernità, la partecipazione era imperativa, ma ancora metaforica: arrogante offerta al pubblico parigino di una catarsi vicaria, che quel pubblico fece meno metaforica e piú sua trasformando la sala del Théâtre des champs Elysées nello scenario di un tafferuglio abbastanza generalizzato e rumoroso da spegnere i fragori della partitura strawinskiana. Cosí, il primo catastrofico Sacre illustrava la gran malizia percettiva che soggiace al concetto stesso di coreografia: il fatto che una danza disegnata sembrerà sempre, a un pubblico realmente o occasionalmente candido, la cospirazione di una piccola collettività dedita ai gesti predefiniti di un culto oscuro e potenzialmente sovversivo; ed enunciando questa nuova religiosità performativa, ne adombrava  il paradosso: che la comunione mistica, perché se ne beneficiasse la parrocchia laica dei consumatori di modernità, dovesse  parassitare le forme del discorso critico e dialettico, e fare inevitabilmente suo quel dogma di partecipazione (non si seppe mai se realmente mistica o solo mnestica) che marca a tutt’oggi la cosa chiamata cultura; ancora, che l’ipnosi mistica fosse destinata a declinarsi nelle forme iper-vigilanti della critica democratica, incondizionale, o di ciò che assomigliò tempestivamente a una proliferante religione del metadiscorso spiccio, con i suoi miti e riti, coi suoi entusiasmi e stordimenti; con le sue cerimonie e canonizzazioni; e che a inseguirsi costantemente, nell’espansione progressiva delle soglie della partecipazione, fosse la “lettera” della promessa rituale: lo spettatore, sempre meno spettante e aspettante, sempre piú letteralmente “attante”. Disposto a sacrificare al suo culto (che è ormai culto di un aporetico, collettivo ) l’oggetto stesso di quel culto; a sacrificare in fondo l’opera come accadimento estrinseco al , e se stesso come spettatore estrinseco all’opera e ai suoi se. Cospiriamo, ispiriamo, spiriamo – democraticamente. La Post-modernità è il luogo di questa esatta letteralità; e di una letterale, paradossale eclissi dello spettacolo in favore di un rituale il cui unico oggetto, il cui unico mito, è la pura circostanzialità, la pura co-incidentalità degli spettatori nel luogo e nel tempo del consumo culturale. Al culmine di questa incantagione generale sembra opportuno, quando non urgente, tornare a scolpire una qualche turbolenza; a scriverla, forse. O tornare a denunciare lo sfondo pericoloso di ogni confusione tra azione e passione, che è dopotutto la somiglianza inaudita tra agitazione e reazione, il punto di fuga in cui, telescopicamente, si sovrappongono sacrificio e omicidio. Non è un caso che il referente scelto da Bernat sia il Sacre di Pina Bausch del ’75: l’unica edizione danzata del testo musicale strawinskiano che non cercasse di trasfigurare la portata violenta del libretto del ‘13 “decostruendola”, ma che al contrario rispettasse punto per punto la micidiale trama dell’originale, decostruendo semmai il prestigio di ogni e di questo rituale in special modo, che si rivelava, in linea con l’esegesi di R. Girard, un inaccettabile caso di unanimità violenta, e all fin fine un assassinio. Demitificato, demistificato, il Sacre di Bausch suggeriva una cruda irruzione della realtà, della mortalità, della fallibilità sui protocolli della coreografia, che preludeva all’intero Tanztheater degli anni ‘80 come smascheramento del rituale coreografico. Per molti aspetti, è proprio nel segno di questa mortale inefficienza del corpo rispetto ai mandati di un rito chiamato danza che si esaurisce il Sacre di Bausch (con la morte dell’Eletta) e inizia l’esperimento di parafrasi agita di Roger Bernat (con la danza volonterosa di un corpo fatalmente inefficiente che è quello dello spettatore). Perché il crimine della post-modernità partecipativa è di altro segno: il fatto che la deflazione dell’esperienza (l’iper-esperienza, il mondo come interattività assoluta) abbia finito per elidere ogni discrimine tra realtà e illusione. Nel contesto dello spettacolo partecipativo l’irruzione dello spettatore sortisce un effetto analogo: invocato in corpo e azione a “realizzare” la finzione, finisce invariabilmente per finzionalizzare la realtà. È il delitto perfetto cui accenna con squisita indolenza Baudrillard. Ed è, a suo modo, il crimine che convalida, meno simbolicamente che letteralmente, un rituale chiamato cultura. Crimine tanto piú perfetto quando, lungi dal supporre implicazioni violente, conferisce alla partecipazione un profilo ludico: autosufficienza del dispositivo, evanescenza definitiva del referente sacro. Ora, l’aspetto interessante del sistema partecipativo inscenato da Roger Bernat è precisamente di consumare l’evanescenza del protocollo “cultuale” in comportamento culturale; di realizzare insomma, grazie al potere dialettico dell’interlocuzione, dell’istruzione, della parafrasi (che è in fondo la scelta di un ipotesto, un “precedente” del ’75) un’euforica riduzione del rito a dispositivo. Lo spettatore che gioca non sarà in fondo uno spettatore “giocato” dal dispositivo? A cosa demanderà il suo statuto di presenza? Allo spettacolo sgangherato e divertente dell’insufficienza sua e altrui in una coreografia mai mostrata ma solo descritta (per tornare a essere in fondo qualcosa di scritto)? All’esperienza mnestica che è rivedere in trasparenza, nell’intervallo tra parole e immagini, la coreografia originale di Bausch? Al racconto/parafrasi/descrizione/istruzione che riceve in cuffia, e che è sempre parziale? Vi è qualcosa di straordinariamente eversivo nel fatto di proporre al pubblico di vivere un rituale mentre le istruzioni che veicolano l’accadimento non sono che la parafrasi di una coreografia già esistente, una “versione” autorevole e pregressa dello stesso rituale. Ed è precisamente per il fatto di stare eseguendo il balletto del balletto (già ritualizzato dagli incensi della cultura ufficiale) di ciò che a suo tempo fu il balletto di un rituale, che il pubblico può sperimentare in presa diretta, nella Sagra di Bernat, una dissacrazione del Sacre che è anche la dissacrazione di ogni mito spontaneistico ispirato alla performance partecipativa: “giochiamo a massacrare il massacro”, che significa dopotutto che non vi è molta differenza tra il comportamento performativo dello spettatore istruito e attivo, e l’apparente passività dello spettatore che “riceve semplicemente istruzioni”. Insisto sul fatto che è precisamente in forza di questa scrittura normativa, che il Sacre di Bernat si colloca agli antipodi di ogni rischio totalitario, e lontano da ogni sospetto di manipolazione. Perché vi è un abisso tra “istruzione” e “suggestione”. Vi è altresí un abisso tra questo mode d’emploi e l’ingiunzione cui aspira lo spettatore performativo classico, sempre mosso da un’invadente docilità, che è l’invincibile passione di agire. L’esperienza dovrebbe averci insegnato che poche cose sono potenzialmente totalitarie come essere se stessi a comando. La paradossale parafrasi rituale che fluisce dalla regia nelle cuffie dei partecipanti ha invece la forza di una proposta partecipativa: qualcosa come una sistema di refrigerazione, che obbliga a incarnare il rito non già come un atto cognitivo (tutti i riti lo sono), ma come un atto ricognitivo (scolpito in molti ordini distinti di riconoscimento e agnizione: riconoscimento del proprio gesto nel gesto altrui, riconoscimento del gesto bauschano nel presente della riproduzione – intertestualità vissuta -). Né suggestione né ingiunzione né amnistia degli istinti: ma una descrizione modale che si può disattendere e, di fatto, un’occasione di disobbedienza, di discrepanza, di turbolenza del protocollo assegnato. Questa solitudine, in fondo, propria solo di certe religioni intimiste e di ogni etica propriamente detta, cosí nemica dei grandi apparati comunitari, cultuali e rituali, è ciò che revoca ogni ritualità del consumo culturale, ma anche ogni ludicità fine a se stessa. Lo spettatore non gioca semplicemente il dispositivo, e non è semplicemente giocato dal dispositivo: fa qualcosa di piú straordinariamente raffinato che tutte le ingerenze aptiche celebrate dal teatro recente; può, i tutti i sensi, mimetizzarsi nel dispositivo; vivere cioè l’esperienza della somiglianza, quando decide di eseguire verosimilmente i comportamenti proposti; sparire, passare insosservato; fingere di non avere mai ascoltato l’istruzione che sta ricevendo e che nessun altro sa esser destinata proprio a lui; o eseguire l’istruzione che non ha in nessun momento ricevuto. Realizzare la dissidenza piú efficace, che è nascondere il fatto di aver disobbedito, rendendo inconsumabile finanche la disobbedienza. Vivere il miracolo della propria inefficacia rituale. E in ogni momento in cui “ascolta” i gesti che eseguirà o non eseguirà di lí a poco, presentire letteralmente la sua presenza. E deciderla. Fare ciò che l’Élue (l’Eletta) delle versioni officiali non poté mai essere: scegliere di lasciarsi danzare dal testo, o limitarsi a leggerlo. Sparire dietro un sistema di referenza che è la parola. O sparire dietro un sistema di referenza che è la somiglianza. Salvarsi, comunque.  Eclissarsi, forse, nell’eclissi dell’accadimento. Impallarsi (l’eclissi stessa è un sole, impallato da una luna). E dal cono d’ombra dell’impallato, che è il cuore di tenebra, la selvaggia solitudine imperiale del cattivo interprete, cospirare infine con o contro se stesso. E cospirando cospirandosi, danzare la propria sopravvivenza.