Il·lustració per Flam © Marie-Klara González

Text per la revista Pre/Ocupaciones, del Grup Focus. Número dedicat a la Inmunitat.

Mataste a Dios para apoderarte del cielo.
Asesinaste a los actores para hacerte con el escenario.
Ahora que el cielo y el escenario ya son tuyos ha llegado el momento: ¡Luce! ¡Haz teatro!

Pina Bausch, Palermo, Palermo. 1989/1990

El espectáculo Palermo, Palermo comienza con el hundimiento de un muro construido en el proscenio. Al caer, el teatro tiembla al igual que cuando se estrenaban las piezas de Pirandello y el escenario se cubría de escombros. En este muro, hecho de grandes ladrillos de hormigón, nadie ha pintado el cielo con angelotes, adorno propio de los telones de boca del Barroco.

Antes del siglo XVII las salas de teatro de Europa no tenían telón de boca. Los espectáculos se cele- braban en nobles salones, donde la división entre escenario y platea no quedaba clara. Un teatro sin telón apunta a una estética de la totalidad que, con el Estado monárquico y el mecanicismo cartesiano sobre el que se apoya, construye la utopía de un mundo perfecto y sin secretos –transparente– donde el rey, del cual emana el Estado, es el centro. El escenario no representa el mundo, sino que es el mundo el que tiene que imitar al teatro. Aristocracia e intérpretes comparten tanto el escenario como el protagonismo en un momento en el que la forma sustantiva de la palabra pública no se utiliza. Son Corneille, Molière, La Fontaine o La Bruyère quienes empiezan a escribir sobre esta nueva categoría de espectador que ocupa los parterres de los teatros. Será el gusto de este nuevo público el que legitimará la obra de unos autores que la Corte niega.

La aparición del telón de boca sirve como acta de nacimiento del público moderno y, a la vez, marca la separación entre el escenario y la platea. Por una parte, el universo celestial –en los telones de boca suele haber representaciones de angelotes cabalgando las nubes– y, por otra, el valle de los mortales: el público. Dos mundos separados por un telón que impide posibles contaminaciones. Que algunos años más tarde el rey fuera desplazado al palco que lleva su nombre nos hace recordar que, ya en el siglo XVIII, la cauterización del escenario se ha completado y que este ha dejado de ser real.

El teatro deja de ser el lugar desde donde emana y a partir del cual se contamina el mundo. El teatro deja de ser la cosa real que el mundo ha de imitar para convertirse en un espacio polivalente y compartimentado donde la sociedad se ve representada. Al telón de boca lo acompaña una panoplia de técnicas de la separación que ordenan, jerarquizan y finalmente disciplinan a unos individuos convertidos en centro del teatro. Palcos, biombos, desniveles y saloncitos privados permiten que banquetes, bailes, mascaradas y reuniones políticas, tan habituales con la Revolución, se celebren en esta nueva máquina de la representación que es el teatro.

Si el telón de boca da a luz al público, será la oscuridad la que aniñará al espectador. A mediados del siglo XIX la platea se llena de butacas, se invita al público a ocupar su asiento y las luces de la sala se apagan. La oscuridad protege de las miradas, los comentarios y otras formas de contaminación social, dando paso al yo interior. Se apagan las luces de platea y se ilumina el escenario de la subjetividad. Simultáneamente a la aceleración de la vida cotidiana, los individuos son inmovilizados no solo en la butaca del teatro, sino también en su lugar de trabajo. Músicos y actores interpretan la partitura o el texto dramático, así como el obrero ejecuta su trabajo en la recientemente implantada cadena de montaje. El trabajador ha dejado de formar parte inseparable de un cuerpo para convertirse en la pieza intercambiable de un producto.

Paradójicamente, este progresivo aislamiento del espectador tiene que tonificar los lazos comunitarios que la misma separación debilita. Si la separación entre escenario y platea en el Barroco permite la ampliación del número de personas con derecho a opinar; si la segmentación del teatro en espacios jerarquizados de la Ilustración multiplica el número de personas que participa, la separación de los individuos en butacas permite imaginar un mundo en el que ya todo el mundo forma parte del Volk, la comunidad de aquellos que tienen un mismo deseo interior. Aún a principios del siglo pasado se habla de estrenos en los que una masa de espectadores enfurecidos había arrancado las butacas para lanzarlas al escenario. Son las últimas señales de vida de una masa incontrolable y acéfala que acabará por convertirse en público.

Mientras que es el XIX el siglo que hace que los escenarios sean omnipresentes, trasladados por doquier gracias a las tecnologías que prefiguran el cinematógrafo, es el XX el siglo que hace al espectador omnipresente. Con la separación completamente integrada, ya no son necesarios los telones, las butacas o la oscuridad para reflejarse delante de la pantalla del móvil sentado en un vagón de metro con el telón de boca FFP2 puesto.

Sería erróneo pensar que la caída del muro de Palermo, Palermo es, como tantas veces se ha dicho de las vanguardias, una forma de romper con la separación que divide intérpretes y público, arte y vida. Lo que celebra el hundimiento físico de la cuarta pared es la muerte del espectador. Cuando ya no queda nadie que se siente actor o actriz, la vida social se convierte en una celebración de la participación consensuada que hay que manifestar 24/7. Infinitamente separados, despojados de todo poder, participamos de un espectáculo cuyo argumento desconocemos.